MIRAR A TRAVÉS DE LA VITRINA DE LO INVISIBLE[1]
Mientras el adulto juega para divertirse, el niño juega para jugar.
Francesco Tonucci
Ser niño es una cuestión de supervivencia. Todos los días hay pruebas que superar. El hambre del recreo, una broma, golpes, estudios, en fin muchas cosas. Los padres generalmente dicen: ¡Lo único que tienes que hacer es estudiar! y lo dicen porque es tanto lo que amarra el trabajo, que equiparan las responsabilidades estudiantiles a las laborales. Parecen creer que el estudio es el paso previo al trabajo, pero olvidan que también hay un ecosistema exigente al momento de vivir en sociedad. A cada momento se enfrentan a pruebas y son los niños los que poco a poco las van superando. Una vez escribí que esto, de ser niño y luego adolescente se asocia a un kloketen postmoderno, ya que para ser adulto ya no hay que ir al bosque por una semana, sino que hay que estar por más de doce años en una o unas salas aprendiendo muchas cosas que se tornan innecesarias. Esto ocurre porque los colegios (no todos) son egocéntricos y funcionan como augures. Educan para el futuro. Educan en una sociedad cambiante, que con suerte sabe lo que pasará el día de mañana. Educan con un horizonte de cinco años. Educan para la obsolescencia, cuando la educación verdadera debiese centrarse en el conocimiento del ser humano y no en la competencia descarnada, pero tal es el peso de las doctrinas político-económicas que nos rigen, que salirse de un molde preestablecido siempre será objeto de cuestionamiento.
De esta forma es como culturalmente hemos sido (de)formados: mirando alrededor de los miedos, con la esperanza de que el futuro ya esté armado. Es entonces que surge esta idea de la supervivencia. Una que a cada momento se muestra, pero que a su paso invisibiliza a quienes siempre tienen algo que decir: los niños y niñas.
Un niño iba caminando de la mano con su mamá. Ella miraba las vitrinas de las tiendas, mientras él tomaba helado. De repente, de la nada, aparece una mano que le toma la cabeza, le apreta una de sus mejillas, balbucea algo ininteligible y se va. El niño da vuelta la cabeza como pidiendo una explicación, son su helado a punto de caer. Tal vez piensa que esa señora se confundió, que a lo mejor se parece a alguno de sus hijos, nietos, vecinos, primos, o quizás a ninguno. La sigue mirando para preguntarle qué le pasó, por qué lo tomó de la cabeza como si fuera una muñeca de juguete y le agarró uno de sus cachetes, uno de esos que se ven tan bonitos que dan ganas de apretarlo como si fuesen a explotar de lo rojo que quedan. Miraba a esa señora con impotencia primero, luego con pena. Pena porque no le enseñaron que eso no se hace, porque está seguro que si le hicieran lo mismo a ella pondría los gritos en el cielo, sintiéndose invadida. Gritaría, le hablaría de frente y con rabia a quien osara tocarle un centímetro de su cuerpo. Porque a ella de chica le dijeron que no debía permitir que nadie pasara por encima de ella, menos aceptar un atropello de ese tipo. Ella entiende que eso no se hace. Lo que no entiende es que ese niño probablemente sentiría lo mismo que ella, pero no alcanza a dimensionarlo, porque lo invisibiliza. Carece de empatía, además todo el mundo lo hace. O acaso no se acuerda -se dice a sí misma- aquella vez que saliendo del supermercado, el guardia le tocaba la cabeza a su hijo y reía paternalmente. Los adultos, nuevamente, hacemos cosas que no nos gustaría que a nosotros nos hicieran.
Mientras tanto, las vitrinas siguen esperando la mirada de su madre.
Rodrigo Espinoza Vásquez
[1] Escrito en noviembre de 2014
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UNIFORMES: COLORES MÁS, COLORES MENOS[1]
Si bien en la Inglaterra del S. XVIII la existencia de las ovejas negras era sinónimo de la marca del diablo, ya que la lana de dicho color no era cotizada en el mercado, este término ha mutado para referirse a la existencia de un miembro diferente al resto. El rebelde, poco respetable y distinto, que como tal sucumbe frente a la segregación del resto por no ser igual a sus semejantes. Esto lo extrapolo a la escuela, con aquellos niños que por todos los medios son sometidos a la estandarización que los programas de estudio proponen.
Es debido a esto que he pensado mucho sobre lo que significa ser niño y vivir en esta sociedad. Cada vez me doy cuenta de lo difícil que es, porque muchas veces terminan siendo vistos como adultos a escala. Siempre a las ordenes de los adultos, escuchando, obedeciendo, dejándolos que no jueguen porque se pueden ensuciar, cuando no hay nada más entretenido que andar sucio. En realidad nadie es tan adelantado para pensar en lavar, echar detergente y darle play a la lavadora. Los adultos siempre alegamos que hay que lavar, siendo que no lo hacemos, sino que es la lavadora quien lo hace. Eso sí, con ayuda de alguna mano humana, porque no se puede apretar y dirigir por sí sola.
Cuando veo a un niño que juega con una tapa de bebida simulando una pelota me acuerdo de Piaget y el juego simbólico o una caja de jugo aplastada o un lápiz o cualquier cosa que se pueda patear. La verdad es que todo sirve, incluso un zapato. Pero así como veo niños (generalmente hasta los 10 años) que juegan simbólicamente, también veo otros que están pegados a sus celulares o tablets, viviendo un mundo imaginario, creado por otro, que sobresalta lo visual y deja de lado el poder creativo que tiene un niño, porque allí todo está dado. Ellos solo deben tener una velocidad sorprendente al mover sus dedos, tal como ocurre en la película WALL-E donde lo único que se movía eran los dedos. Al final, todos eran gordos y fofos sin siquiera poder caminar al estilo homo sapiens. En fin, parece que estamos rodeados de movimientos pulgares. Asumo que como evolucionamos constantemente, en unas generaciones más nuestros dedos estarán adaptados para manipular cualquier dispositivo tecnológico y existirán enormes pulgares por donde correrá, cual fibra óptica, la información que mueve al mundo (virtual) que habitamos.
Cuando vuelvo a pensar en lo que significa ser niño, tiendo a pensar que muchas cosas están diseñadas (fríamente calculadas) para hacer que esta etapa pase rápido y asumamos conductas y responsabilidades de adulto. Muchos creen, cuando niños, que ser adultos es sinónimo de juerga y diversión, pues no hay que pedirle permiso a nadie. ¡Mentira!, nada más mentiroso que eso. La diferencia es que los permisos se piden, pero a través del dinero. Permiso para circular, permiso para estacionar, permiso para faltar a la pega, para cruzar, para todo. Creo y mirando en retrospectiva, que volver al vientre no es mala idea. De hecho deberíamos estar unos 18 meses, como mínimo, dentro de nuestras madres para evitar tanto problema de madurez. Dicho sea de paso que se hace típico escuchar que los niños son inmaduros. Ese niño es inmaduro porque hace esto y debería hacer aquello. Algo raro de entender, porque me acuerdo que mi abuela hacía madurar las paltas envolviéndolas en diario. Así que llevando esa vieja técnica a la actualidad, deberíamos envolver a muchos niños en papel y dejarlos en un lugar fresco y seco, evitando que les llegue directamente el sol, para que puedan madurar. Así que otra vez vuelvo a pensar en los niños de hoy y me da la impresión de que se ha cambiado el papel de diario (con poderes madurativos) por limitarlos en el juego, ya que ahí no les llega mucho sol y por ende, no se revientan. Tal como las paltas cuando ya están listas para guacamole. Niños envueltos en pantallas digitales es la nueva moda.
Hablando de moda, basta con ver son los uniformes escolares. Cada vez que un niño usa un uniforme pierde un poco de su esencia. Es como si se fuera adhiriendo a la piel un velcro invisible que despega de a poco la epidermis, para echarla a volar, diluyéndose entre aire y ácaros, para disminuir la identidad personal. Típico es ver a niños y niñas haciéndole hoyos a las mangas para pasar sus dedos por ahí, soltando la corbata, dejando la camisa afuera, para dar un poco de justicia a la identidad que cada uno quiere hacer notar para diferenciarse del resto. Conocido es el argumento que dice que es una forma de ahorrar, ya que si asistieran al colegio con ropa de otro tipo se enfrentarían a una competencia por marcas y comparación por calidad de ropa, estilos y un largo etcétera. En promedio se gasta en uniformes un 40% más que un mes regular[2]. Siendo que no es obligatorio legalmente, pero al parecer pesan más los reglamentos que las leyes. Claro, condimentado con un poco de presión social el resultado es un niño uniformado. Sepa usted que en Chile hacia el año 1930 no era obligatorio el uso de uniformes, sin embargo en esa época asume como presidente Carlos Ibáñez del Campo, el mismo que fundó Carabineros de Chile y que con ánimo espartano pretendía llevar la lógica militar a los colegios, guardando la disciplina que norma los recintos militares. Más tarde Frei Montalva unifica el uso de uniformes, durando hasta la reforma educacional que impulsa su hijo, por allá en el año 1995 donde los colegios comienzan a variar el diseño y asociarlos con la identificación de cada establecimiento. El uso de insignias y uniformes puede asumirse como una posibilidad de marketing identitario.
Interesante es conocer lo que dicen los psicólogos sobre los colores, por ejemplo Lüscher, el mismo del test que le aplican cuando anda buscando trabajo, indica que el color de los pantalones (gris) es representativo de la neutralidad y la ausencia de compromiso; el azul de los chalecos o polerones: pasividad, de carácter asociativo, unificador, demuestra tranquilidad, afecto. Curioso es por lo tanto reconocer en estos colores las asociaciones que conllevan. En rigor, habla de estudiantes uniformados, bajo una lógica militar, con poco compromiso y pasivos. Skinner, el padre del conductismo, nos golpearía la espalda dándonos su aprobación.
Siempre me he preguntado cuál es la influencia, en términos reales, del uso de los uniformes en el aprendizaje de los niños. Intuitivamente creo que ninguna. Seguramente habrán investigaciones que digan lo contrario o lo mismo que yo, pero personalmente creo que una persona aprende más por la calidad de las experiencias que por otra cosa. En el fondo, muchas personas optan por el uniforme porque se ven más "bonitos y ordenados". Así también ocurre con el uso de la cotona o delantal, que al parecer es una capa de súper héroe que permite a los estudiantes meterse en el rol de que sabe más y puede tener mejores notas.
Una vez a una Educadora de Párvulos (lamentablemente llamadas y autodefinidas, en algunos casos, como "tías") le consulté porqué usaban delantal. La respuesta dada se relaciona con que es el sello identitario de su profesión. Falso, los delantales se hicieron para cuidar la ropa y no ensuciarse. De hecho imaginemos a un niño en plena pataleta, con lágrimas y mocos por doquier. Cuando la "tía" tenga que contenerlo, lo más probable es que este niño la abrace y se refriegue en su cuerpo, por lo tanto el delantal impedirá que se ensucie. Volviendo a Lüscher y su teoría de colores, nos indica que el color verde representa la constancia de voluntad, es pasivo, defensivo, persistente y reforzador de la autoestima. Interesante elección de color. Ahora, es bastante chic usar un delantal que cubra hasta la pelvis, pues da más estilo y asemeja cierta sensualidad que el delantal tradicional con tres dedos arriba de la rodilla. No obstante, la seducción no debe pasar en una sala de clases por lo corpóreo, sino que por lo pedagógico y desafiante que implica el hecho de aprender algo nuevo. Incluso la palabra delantal se relaciona con lo "que se usa adelante" y antiguamente lo que se utilizaba era un mandil, algo parecido al que se usa para hacer asados, pero que inicialmente utilizaban los francmasones en sus reuniones.
Tanto la cotona café: receptor, confiable y dependiente, como los delantales azules, blancos y verdes, cumplen una función que tiene que ver resguardar la limpieza y duración de la vestimenta. Evitar que se derramen líquidos y ensucien la ropa, es su fin en la vida.
He sido testigo además del uso de cintas azules en el pelo de las niñas. Con harta laca, peinadas y estiradas a más no poder, y pobre de ellas que se les salga un mechón, porque desentona con todo el esfuerzo hecho para darle vitrina a la "trenza maría" o a un robusto y poco jugoso "tomate". Para entender esto tendremos que ir a la época medieval. Cuenta la historia que una forma de cubrir el cabello era con paños (árabes), para luego sujetarlo con una malla. Todo esto pensado al fragor de una batalla, pues eran los hombres los que disputaban las guerras. Luego, en la historia de la enfermería, esta profesión era inicialmente ejercida por prostitutas. Pero luego de la aparición de Florencia Nightingale, quien se enfocó en profesionalizar la enfermería, asumió como elemento diferenciador entre prostitutas y enfermeras, el uso de la cofia, la que además tenía el valor de sanidad, pues impedía que el cabello cayera sobre el paciente. También hay versiones que hablan de la simplificación del hábito de las monjas, conocidas por el cuidado de los enfermos. Podríamos decir que el "tomate", las cintas y todo aquello que marca diferencia capilar, es un metáfora de la cofia, pues el modo de peinar es bastante similar. En rigor, los peinados diferencian a una estudiante obediente y limpia, de otra porfiada y descuidada, lo que obviamente se traducirá en sus calificaciones. Pienso en esos niños y me pregunto, ¿es necesario disfrazarse para educar o aprender?
[1] Escrito en octubre de 2014
[2] http://www.cnnchile.com/index.php/noticia/2015/02/24/las-alternativas-para-ahorrar-en-textos-y-uniformes-escolares. Recuperado 17-08-2015
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EL CURRICULUM, ESA GRAN BARRERA A SUPERAR
Se ha planteado que una de las principales barreras para aprender es el curriculum. En él están contenidas todas las intenciones explícitas que se pretenden lograr en un año escolar. El curriculum, presentado mediante la planificación, organiza un programa de estudio con sus respectivos objetivos, estrategias metodológicas, recursos, procedimientos de evaluación, entre otros, para darle un sentido metódico a la enseñanza. Se proponen también indicadores para ir verificando el avance que el estudiante va alcanzando y se instrumentaliza a través de pruebas, informes, trabajos u otros. El curriculum como tal ha sido diseñado para una media ideal, estandarizada y vista bajo un prisma homogéneo. Pero es una gran ficción. La homogeneidad como tal se diluye entre la diversidad que el estudiantado presenta. Dicha diversidad transcurre entre las intenciones de pretender que todos aprendan al mismo tiempo. Si esto no ocurre, se cuestiona a los adultos: profesores y familias, entrando en una dinámica de mutuas acusaciones y relevando el bajo compromiso que ambos pudiesen presentar. En el caso del niño es visto como defectuoso en su funcionamiento, asumiendo a priori que solo por ir a la escuela debe asumir ciertas actitudes y comportamientos. Es la asignación cultural del hacer escuela. El curriculum por lo tanto, tiende sus redes por esos espacios claros y oscuros de la vivencia humana que convergen en el colegio. El curriculum oculto y el nulo son cada vez más visibles. Paradójicamente han cobrado mayor protagonismo que el oficial en ciertas ocasiones. El niño por el solo hecho de ser niño, debe hacerse parte de la escolarización. El problema surge en el tipo de escolarización que va a vivenciar. Las cuotas de participación que pueda lograr, la calidad de los aprendizajes que pueda experimentar, asociado a todas aquellas variables emocionales, arman la base de una escolarización que valga la pena. Cuántas veces nos hemos cuestionado la pertinencia de los programas de estudio. La desconexión evidente entre los temas y la realidad que se vive día a día es tal, que muchos niños no saben cómo aplicar todo aquello que aprenden. La educación debe ser para la vida, no porque el curriculum lo dice, sino que por la necesidad de aprender para ser mejor persona y convivir armónicamente con el otro.
Cuando un niño o niña no aprende –según las definiciones de profesores, padres y otros profesionales- se van mermando las expectativas que se disponen en ellos y ellas. Los niños no pueden evitar aprender, sí pueden minimizar y simular que aprenden aquellas temáticas, discursos y acciones que no les son cercanas ni significativas. Se ha tendido un manto de superhéroe sobre el uso de psicotrópicos para mantener la atención, con las consecuencias secundarias que biológicamente se expresan a través de la falta de apetito, cefaleas, vómitos, entre otros. También hay que mirar el ambiente –físico, simbólico, mítico y ritual- que se construye en el espacio escolar. De partida el diseño de la sala clases presenta escasos motivos de actividad, lo que lleva al estudiante a buscar en los más increíbles momentos y situaciones, aquella atención que parece perdida en algún punto de esa muralla color crema o blanco hueso. La organización y el mobiliario en sí mismo, predispone al estudiante a la quietud, olvidando la actividad corpórea, exigente y energética que todo niño y niña poseen, para centrarse en el “manejo de grupo”. La intención no es satanizar la escuela, sino que mirarla y repensarla desde todas sus dimensiones y es puntualmente en ese espacio pedagógico donde conviven profesores y estudiantes.
Por otra parte, muchas clases son de carácter expositivo. Ágrafa en algunos casos, simbólicas en muchos. Dejando de lado el conocimiento que se ha construido sobre el desarrollo humano a lo largo de la historia. Los niños funcionan en un pensamiento concreto, que evoluciona hacia uno más simbólico e hipotético-deductivo. Esto implica asumir un conocimiento desde la psicología del desarrollo, cosa que a veces es olvidada y todo funciona en un nivel simbólico, cuando hay ocasiones que el niño ni siquiera ha logrado decodificar algunos códigos.
Rodrigo Espinoza Vásquez
Se ha planteado que una de las principales barreras para aprender es el curriculum. En él están contenidas todas las intenciones explícitas que se pretenden lograr en un año escolar. El curriculum, presentado mediante la planificación, organiza un programa de estudio con sus respectivos objetivos, estrategias metodológicas, recursos, procedimientos de evaluación, entre otros, para darle un sentido metódico a la enseñanza. Se proponen también indicadores para ir verificando el avance que el estudiante va alcanzando y se instrumentaliza a través de pruebas, informes, trabajos u otros. El curriculum como tal ha sido diseñado para una media ideal, estandarizada y vista bajo un prisma homogéneo. Pero es una gran ficción. La homogeneidad como tal se diluye entre la diversidad que el estudiantado presenta. Dicha diversidad transcurre entre las intenciones de pretender que todos aprendan al mismo tiempo. Si esto no ocurre, se cuestiona a los adultos: profesores y familias, entrando en una dinámica de mutuas acusaciones y relevando el bajo compromiso que ambos pudiesen presentar. En el caso del niño es visto como defectuoso en su funcionamiento, asumiendo a priori que solo por ir a la escuela debe asumir ciertas actitudes y comportamientos. Es la asignación cultural del hacer escuela. El curriculum por lo tanto, tiende sus redes por esos espacios claros y oscuros de la vivencia humana que convergen en el colegio. El curriculum oculto y el nulo son cada vez más visibles. Paradójicamente han cobrado mayor protagonismo que el oficial en ciertas ocasiones. El niño por el solo hecho de ser niño, debe hacerse parte de la escolarización. El problema surge en el tipo de escolarización que va a vivenciar. Las cuotas de participación que pueda lograr, la calidad de los aprendizajes que pueda experimentar, asociado a todas aquellas variables emocionales, arman la base de una escolarización que valga la pena. Cuántas veces nos hemos cuestionado la pertinencia de los programas de estudio. La desconexión evidente entre los temas y la realidad que se vive día a día es tal, que muchos niños no saben cómo aplicar todo aquello que aprenden. La educación debe ser para la vida, no porque el curriculum lo dice, sino que por la necesidad de aprender para ser mejor persona y convivir armónicamente con el otro.
Cuando un niño o niña no aprende –según las definiciones de profesores, padres y otros profesionales- se van mermando las expectativas que se disponen en ellos y ellas. Los niños no pueden evitar aprender, sí pueden minimizar y simular que aprenden aquellas temáticas, discursos y acciones que no les son cercanas ni significativas. Se ha tendido un manto de superhéroe sobre el uso de psicotrópicos para mantener la atención, con las consecuencias secundarias que biológicamente se expresan a través de la falta de apetito, cefaleas, vómitos, entre otros. También hay que mirar el ambiente –físico, simbólico, mítico y ritual- que se construye en el espacio escolar. De partida el diseño de la sala clases presenta escasos motivos de actividad, lo que lleva al estudiante a buscar en los más increíbles momentos y situaciones, aquella atención que parece perdida en algún punto de esa muralla color crema o blanco hueso. La organización y el mobiliario en sí mismo, predispone al estudiante a la quietud, olvidando la actividad corpórea, exigente y energética que todo niño y niña poseen, para centrarse en el “manejo de grupo”. La intención no es satanizar la escuela, sino que mirarla y repensarla desde todas sus dimensiones y es puntualmente en ese espacio pedagógico donde conviven profesores y estudiantes.
Por otra parte, muchas clases son de carácter expositivo. Ágrafa en algunos casos, simbólicas en muchos. Dejando de lado el conocimiento que se ha construido sobre el desarrollo humano a lo largo de la historia. Los niños funcionan en un pensamiento concreto, que evoluciona hacia uno más simbólico e hipotético-deductivo. Esto implica asumir un conocimiento desde la psicología del desarrollo, cosa que a veces es olvidada y todo funciona en un nivel simbólico, cuando hay ocasiones que el niño ni siquiera ha logrado decodificar algunos códigos.
Rodrigo Espinoza Vásquez
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DEL LÁPIZ GRAFITO AL LÁPIZ PASTA
“No debemos considerar que nuestro pasado está establecido definitivamente... Mi pasado varía a cada minuto, en función del significado que se le da ahora, en este momento”
Czeslaw Milosz
La costumbre por sobre la reflexión
Pasar del uso del lápiz grafito al de pasta implica un hecho significativo para muchos estudiantes. Es como ir de la niñez a la adolescencia, una especie de klóketen postmoderno, en el que muchos niños ansían el uso de un tipo de lápiz por sobre otro. Una ventana a la adultez, mediante la marca indeleble de una tinta que es difícil de borrar. No así el lápiz grafito que por esencia es efímero y sutil, humilde a más no poder.
Profesoras y profesores en una gran mayoría fomentan el uso de lápiz grafito hasta cuarto año básico, dejando para “cuando sean más grandes” el uso de lápiz pasta. Ya en quinto básico, el lápiz permanente es obligatorio, porque “ahora sí que están más grandes”, por lo tanto, deben demostrarlo. Sin embargo, esto va más allá del “ser grandes”, permitiéndoles ciertas licencias socialmente aceptadas y validadas, entre ellas: marcar una diferencia con el resto de los niños más pequeños y pertenecer a una cohorte que es capaz de usar el lápiz pasta en desmedro del grafito.
La (im)posibilidad de equivocar(se)
Este ir más allá se relaciona con otro tema, uno algo más complejo que el solo hecho de cambiar de lápiz. Desde una visión de la realidad que segmenta el desarrollo infantil es posible considerar que los niños pasan de un estadio a otro, en el que buscan una cierta libertad escolar que el uso del lápiz pasta entrega. Asimismo, hay algo interesante en los mensajes que los adultos –y luego ellos mismos- entregan sobre este cambio, implicando la renuncia progresiva a asumir los errores y las equivocaciones; prácticamente una trinchera de lo inequívoco, pues el niño que escribe con lápiz pasta (y que ya no puede usar lápiz grafito) pierde el derecho a equivocarse. ¿Es necesario coartar la libertad de equivocación que cada niño necesita?, ¿cuál es el fin de todas estas exigencias? Respuestas aun no encuentro. De hecho las busco y ninguna me hace sentido. Muchas de ellas transitan en la necesidad de control de los adultos y la costumbre, pero ninguna entrega evidencias claras de que sea adecuado. Una que se me ocurre es aquella que surge de la desconfianza. “Si hacen la prueba con lápiz pasta, no pueden cambiar nada que previamente yo haya corregido y por lo tanto no me podrán engañar”, esta cita es la síntesis que surge a partir de conversaciones con diversos profesores.
Un error no es otra cosa que la comprobación de pasos posibles para llegar a lo probable y de ahí a lo realizable. Un científico que pone en marcha una idea a través de la observación y la experimentación tendrá que errar mil veces antes de dar con un resultado (tal vez) esperado. No es casualidad que muchos de los beneficios que obtenemos en la actualidad han sido parte de este constante descubrir, mirar y equivocar. Pero el escolar no tiene esa posibilidad. “No se aceptan borrones ni uso de corrector”…”escriba con lápiz pasta sólo cuando esté seguro”…un niño que sin saber que se ha equivocado (en dar la respuesta esperada) hasta que le sea devuelta la prueba, difícilmente podrá aprender del error, que además depende de lo que haya sido esperado que respondiera.
El uso de lápiz pasta limita las posibilidades de algo nuevo, impide que cuando el niño comprenda profundamente un aprendizaje lo corrija. Esto puede sonar exagerado, pero es algo que es cotidiano. Ver los ojos de un niño que sabe que se equivocó, pero que no tiene posibilidades de remediarlo en un acto tan simple como borrar, es un hecho conmovedor. Cambia su cara al decirle que no se preocupe, que todos nos equivocamos y que tiene todo el derecho a borrar, rayar y replantear sus ideas. Es ahí también donde se produce la maravilla del aprender. Cuando el niño puede modificar algo, cuando puede reemplazar e innovar, darle una vuelta y otra más si quiere. Es ahí cuando capta la esencia del aprender.
El uso de lápiz pasta es una imposición consuetudinaria, una tradición que se basa en la desconfianza y en la imposibilidad de reflexionar sobre el error. Le quita el piso al niño de que no se puede confundir, que eso es castigado porque “tú ya eres grande”… ¿grande para qué, me pregunto? Grande para no utilizar una goma, para no admitir que en su aprender hay posibilidades de yerro, de inexactitud y que son esas justamente las que permiten que avance en su aprender.
Rodrigo Espinoza Vásquez
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LA FORMACIÓN ESCOLAR: ELEGÍA DE LA INOCENCIA
Formarse es un acto que conlleva al orden. Implica la relación entre el caos y su necesidad de control. La formación escolar es sinónimo de clasificación. A veces se opta por el porte de los estudiantes; en otras, por número de lista asignado a su apellido; en ocasiones, por su género. En cualquiera de estas formas se asocia una ritualización del orden. Muchas de estas acciones se llevan a cabo primero en el patio del colegio, para luego traspasarlo a la puerta de la sala de clases. Generalmente es al inicio de las clases para dar una señal de ordenamiento, que delega en el adulto, la potestad de ordenar según su criterio a los niños. Es interesante ver que esto ocurre con los niños más pequeños, porque con los adolescentes esta práctica se diluye, pues existe mayor resistencia y es utilizado en casos extremos donde el adulto cree haber perdido un control que en realidad nunca existió certeza de que alguna vez lo tuvo.
La práctica de formarse es un resabio de la instrucción militar que se usa en esos contextos para organizar un batallón. Desde tiempos antiguos, las distintas civilizaciones que han contado con un cuerpo militar han hecho este rito. Es parte de una coreografía. Demuestra la sincronía que pueden alcanzar las personas a partir del seguimiento de instrucciones. Es el paso previo de una organización para realizar un ataque al enemigo y reconocer las posiciones que a cada cual le corresponden en una batalla. Esta tradición ha sido llevada al contexto escolar. Considerando que la república se funda a partir de guerras, es posible inferir que este rito intenta organizar al estudiantado para prepararse para la batalla. El frente es la sala de clases, con sus trincheras devenidas en pupitres. Las armas están siempre cargadas y muchos dispuestos a dispararlas. Aunque de ellas no salen balas; sí, discursos. Muchos de ellos son sutiles, dispuestos a alcanzar la paz y la armonía. Es una estrategia de pacificación. Persuaden e intentan alcanzar la toma de conciencia para que el desarrollo de la clase fluya pacíficamente, con tratados de paz de por medio. La mediación de conflictos es parte del esquema. La idea es no llegar a las armas, sino que poder convivir en un ambiente nutritivo. De repente, una granada de mano explota. Unos se tapan, porque alcanzan a notar que el escenario ha sido intervenido; otros, caen por la metralla. De vuelta, una ráfaga de palabras destroza al enemigo. El campo de batalla, con esa tensión y ese aroma a conflicto, estalla. Estaba latente, esperando que los actores entraran en escena. Comienza la guerra de trincheras. Es despiadada, sin embargo aparecen algunas banderas blancas que piden un tratado. Pero son acribillados con un: ¡usted no se meta! La batalla continúa, aparecen los observadores de derechos humanos solo para contar las bajas. Está en su punto más álgido. De pronto alguno se inmola. La contraparte toma medidas políticas y establece sus puntos en el libro de clases. Describe la situación problemática con lápiz rojo y mayúsculas, para que se entienda que está escrito con rabia y desborde. Como en toda guerra, muchas bajas son civiles que nada tenían que ver con el conflicto, pero de todas formas sucumben frente al armamento escupido desde las metralletas. En estos conflictos armados, también se pide apoyo a alguna potencia que generalmente entra por la puerta con delantal blanco y comunicado por radio para indicar su ubicación. Escudriña con su mirada el campo, corre un poco la cabeza para ver entre las trincheras y ver a los rebeldes, hasta que encuentra a su líder. Hace una advertencia o derechamente toma algunos prisioneros de guerra, para llevarlos a un Guantánamo imaginario. Allí solo se puede estar sentado y esperar el momento del castigo. Pero la batalla continúa y puede alcanzar mayor radicalización. Aparecen algunos kamikazes, siguiendo el ejemplo del líder retenido. Se transforma en un espiral de acciones que son conducidos mayormente por la emoción. Se suprimen derechos constitucionales y se ordena el estado de sitio. El estado, de pie frente a las trincheras toma un catalejo y ve con mayor detalle los rostros de la derrota. Impone sus condiciones. Cerca los flancos y corta los suministros de recreo. Les indica que quienes armaron la rebelión deberán invertir su tiempo en escribir la historia del estado hegemónico. A veces, la reclusión permite que se elaboren planes con mayor detención y estrategias más audaces. Surge la creatividad. Desde la crisis, el subyugado dispone sus acciones para llegar a un nivel creador que antes no conocía. Ya mañana, cuando nuevamente tenga que formarse para entrar a la batalla, vendrá con nuevas energías e ideas para recuperar lo perdido.
La batalla puede continuar eternamente, se pueden hacer tratados de paz y armisticios, pero siempre quedará en el subconsciente del derrotado la recuperación de lo perdido. Habrá un territorio que reconquistar y rebautizar, porque esa es la esencia de la guerra: continuar con aquello que quienes cayeron, sea terminado por los quedaron en pie y escribiendo una historia diferente desde donde se mire.
Rodrigo Espinoza Vásquez
Formarse es un acto que conlleva al orden. Implica la relación entre el caos y su necesidad de control. La formación escolar es sinónimo de clasificación. A veces se opta por el porte de los estudiantes; en otras, por número de lista asignado a su apellido; en ocasiones, por su género. En cualquiera de estas formas se asocia una ritualización del orden. Muchas de estas acciones se llevan a cabo primero en el patio del colegio, para luego traspasarlo a la puerta de la sala de clases. Generalmente es al inicio de las clases para dar una señal de ordenamiento, que delega en el adulto, la potestad de ordenar según su criterio a los niños. Es interesante ver que esto ocurre con los niños más pequeños, porque con los adolescentes esta práctica se diluye, pues existe mayor resistencia y es utilizado en casos extremos donde el adulto cree haber perdido un control que en realidad nunca existió certeza de que alguna vez lo tuvo.
La práctica de formarse es un resabio de la instrucción militar que se usa en esos contextos para organizar un batallón. Desde tiempos antiguos, las distintas civilizaciones que han contado con un cuerpo militar han hecho este rito. Es parte de una coreografía. Demuestra la sincronía que pueden alcanzar las personas a partir del seguimiento de instrucciones. Es el paso previo de una organización para realizar un ataque al enemigo y reconocer las posiciones que a cada cual le corresponden en una batalla. Esta tradición ha sido llevada al contexto escolar. Considerando que la república se funda a partir de guerras, es posible inferir que este rito intenta organizar al estudiantado para prepararse para la batalla. El frente es la sala de clases, con sus trincheras devenidas en pupitres. Las armas están siempre cargadas y muchos dispuestos a dispararlas. Aunque de ellas no salen balas; sí, discursos. Muchos de ellos son sutiles, dispuestos a alcanzar la paz y la armonía. Es una estrategia de pacificación. Persuaden e intentan alcanzar la toma de conciencia para que el desarrollo de la clase fluya pacíficamente, con tratados de paz de por medio. La mediación de conflictos es parte del esquema. La idea es no llegar a las armas, sino que poder convivir en un ambiente nutritivo. De repente, una granada de mano explota. Unos se tapan, porque alcanzan a notar que el escenario ha sido intervenido; otros, caen por la metralla. De vuelta, una ráfaga de palabras destroza al enemigo. El campo de batalla, con esa tensión y ese aroma a conflicto, estalla. Estaba latente, esperando que los actores entraran en escena. Comienza la guerra de trincheras. Es despiadada, sin embargo aparecen algunas banderas blancas que piden un tratado. Pero son acribillados con un: ¡usted no se meta! La batalla continúa, aparecen los observadores de derechos humanos solo para contar las bajas. Está en su punto más álgido. De pronto alguno se inmola. La contraparte toma medidas políticas y establece sus puntos en el libro de clases. Describe la situación problemática con lápiz rojo y mayúsculas, para que se entienda que está escrito con rabia y desborde. Como en toda guerra, muchas bajas son civiles que nada tenían que ver con el conflicto, pero de todas formas sucumben frente al armamento escupido desde las metralletas. En estos conflictos armados, también se pide apoyo a alguna potencia que generalmente entra por la puerta con delantal blanco y comunicado por radio para indicar su ubicación. Escudriña con su mirada el campo, corre un poco la cabeza para ver entre las trincheras y ver a los rebeldes, hasta que encuentra a su líder. Hace una advertencia o derechamente toma algunos prisioneros de guerra, para llevarlos a un Guantánamo imaginario. Allí solo se puede estar sentado y esperar el momento del castigo. Pero la batalla continúa y puede alcanzar mayor radicalización. Aparecen algunos kamikazes, siguiendo el ejemplo del líder retenido. Se transforma en un espiral de acciones que son conducidos mayormente por la emoción. Se suprimen derechos constitucionales y se ordena el estado de sitio. El estado, de pie frente a las trincheras toma un catalejo y ve con mayor detalle los rostros de la derrota. Impone sus condiciones. Cerca los flancos y corta los suministros de recreo. Les indica que quienes armaron la rebelión deberán invertir su tiempo en escribir la historia del estado hegemónico. A veces, la reclusión permite que se elaboren planes con mayor detención y estrategias más audaces. Surge la creatividad. Desde la crisis, el subyugado dispone sus acciones para llegar a un nivel creador que antes no conocía. Ya mañana, cuando nuevamente tenga que formarse para entrar a la batalla, vendrá con nuevas energías e ideas para recuperar lo perdido.
La batalla puede continuar eternamente, se pueden hacer tratados de paz y armisticios, pero siempre quedará en el subconsciente del derrotado la recuperación de lo perdido. Habrá un territorio que reconquistar y rebautizar, porque esa es la esencia de la guerra: continuar con aquello que quienes cayeron, sea terminado por los quedaron en pie y escribiendo una historia diferente desde donde se mire.
Rodrigo Espinoza Vásquez
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